Entre tus manos habitaba arrugado
aquel papel que se encargó de aniquilarte,
que con sus letras negras te hizo pedazos el corazón.
Estabas ahí sentado, supongo que
estarías congelándote, suspirabas esperanzas, fumabas anhelos, tus manos se empapaban
de ansias.
Esa banca de fierro debió de
estar torturando tus caderas, que son diminutas, que casi no tienen carne, que
cuando están de pie se escurren como un gargajo, se deslizan para caber
perfectas en mis manos.
La noche era negra, muy negra, como
si Dios hubiese planeado que el manto más obscuro de la historia sería ese día.
Y ahí estabas tú, sentado en esa banca, en medio de ese inmenso parque.
Sostenías con fuerza la hoja,
tanta que cuando me fue posible llegar la tenías hecha pedazos, me la entregaste
rota, papeles pequeños tatuados con diabólicas letras negras, las letras que
habían aniquilado tus sueños.
Creo que te costaba respirar,
cuando llegué tu rostro estaba pintado de morado, como si hubieras dejado de
inhalar, como si te hubieras tragado el aire para que nunca abandonara tus
pulmones.
Escuchabas con claridad el
susurro del viento, la melodía de la noche, imagino que cada golpe de aire en
tu rostro escarchaba tus mejillas.
Esas olas de humo que escupía tu
tabaco te perfumaron el cuerpo, cuando llegué a saludarte olías a loción barata
y a humo.
Y me miraste, dejaste escapar una
lágrima, me entregaste en la mano los trocitos de hoja, apartaste la vista y yo
tuve ganas de desaparecer.
Aún con eso que estaba
encarcelado en tu pecho me hiciste un lugar en la banca, ni siquiera dejaste
que besara tu mejilla para saludarte.
Y yo sabía que habías descubierto
mi pasado, que en realidad no era el secreto el que te dolía sino la mentira,
que tenías ganas de soplarme para que saliera volando de ahí como una hoja seca
en otoño, que deseabas con toda tu alma que yo dijera que todo era una
pesadilla.
Intenté atrapar tu mano, la
alejaste con astucia, no pude decir palabra, y no era necesario que lo hiciera.
Se me reventaron los ojos en
lágrimas, comencé a balbucear estúpidas palabras que nunca llegaron a tus
oídos, te diste cuenta de que me temblaban las piernas.
En ese momento decidiste que
podías perdonarme, o quizá ya lo sabías pero querías torturarme un minuto con
espinoso silencio.
Volteaste a verme, tomaste con
fuerza mi rostro, besaste mis lágrimas, acariciaste mis mejillas, te comían las
ganas de darme un beso, humedeciste tus labios y los uniste a los míos.
Te expliqué por qué había tomado
esa decisión, te dije que no había sido
fácil, que quien más había sufrido era yo.
“La infancia es cosa seria cuando
se es como yo… “, te dije, “cantidad de veces llegué a casa con la playera
tironeada, golpeado mi estómago, o
morado algún ojo.
Vi muchas veces a mi madre
llorar, no sé si por vergüenza o por el dolor de creer que trajo al mundo una
aberración. Mentí al decir que mi padre estaba muerto, simplemente cuando decidí
lo que hice, él no pudo soportarlo y nos dejó…”, concluí.
Sonreíste, seguiste besándome,
acordamos que no le diríamos a nadie, que sería nuestro secreto, que si tu
gente se enteraba seguramente me matarían.
Y es que no tuve el cuidado
suficiente como para esconder bien el papel que llevabas en tus manos, lo
encontraste en el cajón de mi ropa interior, te volviste loco, me llamaste, pediste
que saliera de mi trabajo para vernos en la banca en donde nos conocimos y en
la que ahora nos encontramos.
Cuando te vi ahí sentado, con el
rostro pálido, varios kilos más delgado, destrozado en llanto, y temblando de
miedo, supe que lo sabías todo.
No hizo falta que me entregaras
en las manos mi acta de nacimiento, en donde en lugar de decir que mi nombre
era María José decía que yo había nacido siendo José María. Que en lugar de
haber sido siempre “ella” yo un día fui
“él”.
Y de todas maneras me besaste,
salimos del parque tomados de la mano, como si nada hubiera ocurrido. La Luna
nos miraba y sonreía, me llevé conmigo el verdadero amor, él único que lo
soporta todo.